Breve antología de poemas breves


Del libro Oscuridades (2023)



AMBICIONES

Ambicionaba la mirada del pájaro,
el afán subterráneo de los árboles,
la determinación de las montañas.

Una tierra donde hincar las manos
para plantar semillas e inquietudes
hasta que den los frutos de la vida.

Alguna intuición o certidumbre
que lo concilie con lo inexplicable,
y la audacia de unas pocas palabras.

Mirar el cielo con los pies de barro
y contemplar el rojo de la aurora
antes de seguir sembrando el suelo.

Llegar a la noche con todo gastado,
compartir el pan junto a la hoguera
y descansar bajo los astros unánimes.


DE LA FELICIDAD

De la felicidad recuerdo que era pobre,
que vivía sola en medio de su paraíso,
que, cuando accedía a nuestro mundo,
la maltrataban por igual los afligidos
y los opulentos, y tenía un nombre largo.

Se dejaba observar de lejos un instante,
y la veíamos en sueños y en fotografías
con forma de mujer o de paisaje. Era
en el tiempo en que todo parecía nuevo,
en la edad en que tiemblan las rodillas.

Luego, le perdimos la pista y el respeto
mientras luchábamos contra fantasmas.
Algunos dicen haberla conocido; otros,
que la tuvieron en la punta de los dedos.
Y ahora la añoramos al caer de la tarde.


UN INSTANTE

El mundo nos reclama a ciertas horas,
en lugares concretos, en momentos únicos
que no podemos predecir. Con tanta noche
los ojos se hacen a la incertidumbre, y nadie
teme ser sorprendido con un gesto de asombro
escuchando el silbido del viento, o de perplejidad
ante el asomo de un fulgor en un cielo cerrado.

De noche, recogidos en un rincón de la casa
bajo un silencio arrullador, reconocemos
nuestro lugar en medio de las cosas, desprovisto
de muebles innecesarios y de objetos triviales,
con una ventana que se ofrece a las sombras.
Quizá se pueda llegar a ser feliz de esta manera,
aunque esa felicidad tan solo dure un instante.


LOS MUERTOS

A menudo olvidamos que los muertos
también nos pertenecen. Les brindamos
un asilo perpetuo en nuestra casa
y nos duelen callados muy adentro.

Están allí, rememorando fechas,
recreando los actos de una vida
que compartieron vivos con nosotros,
resistiendo el olvido que las horas

se empeñan en forjar férreamente,
e intentando llegar hasta nosotros
desde los intersticios de la nada
con un leve rumor en los oídos.

Los muertos edifican su silencio
sobre nuestras palabras desgastadas.
Son el eco que vibra en nuestras voces,
que siempre reverbera en nuestro pecho.


Del libro Provocaciones
(antes, Contra Rilke y otros poemas), 1998



PROVOCACIÓN

Alguien oculto en la maleza
nos tira piedras, nos insulta
desde un recoveco del dolor,
más allá del ruido de palabras.

Algo desde dentro nos ofende.
Una sospecha no cicatrizada,
una mentira envuelta en sangre,
que derraman su veneno lento.

Y la indignación nos precipita
hacia un abismo externo donde
desafiamos las leyes naturales
con un puñado de contradicciones.

De la provocación nace el poema.


CONTRA RILKE

No la soledad como testigo
ni la revelación como tarea.
Tampoco una ambición excesiva,
sino un distanciamiento mutuo.
Algo que deje en entredicho
nuestra perseverancia por la vida,
que distorsione el ritmo del poema
y nos mantenga al borde de la duda.

No el mar con su enérgico oleaje,
sus bandadas de vientos y símbolos.
En todo caso, el charco que la lluvia
hizo crecer y abandonó a su suerte.
En él se refleja nuestro embate,
parco de imágenes, seco de sentidos,
pertinaz en su empeño e irrisorio
tras la tormenta, cuando el sol fustiga.

No una vida entera solo para el verbo,
acompañados de la amiga inseparable
en busca de algo eterno o fidedigno.
De vez en cuando una verdad a medias,
un gesto impuro, una mentira limpia
que nos retengan en el sitio amado.
La vida no se sustenta en las palabras,
y el consuelo se gana en el silencio.


DE LAS PALABRAS

De las palabras queda su sabor
después de haberlas ingerido:
un poso levemente amargo, un eco
de alguna certeza ya irreconocible.
Algo irremediable se ha perdido
entre tanta confusión de sílabas,
como si el tren de los recuerdos
y los sueños ya se hubiera marchado
cuando llegas tarde a la estación
arrastrando los pies y las maletas.
Es una sensación de neblina en
los ojos, de torpor en las manos,
mientras te recuperas del tropiezo.
Alguien ha venido a ayudarte, pero
lo insultas y lo increpas: déjame,
estoy mejor así, sucio de barro,
que no con ese traje de adjetivos
deslumbrantes que te queda grande.
O aquel día, después de la nevada,
cuando empezó a cantar un niño
y los vecinos salimos a la calle.
Solo pudimos escuchar los últimos
susurros antes de que el viento
desperdigara aquella melodía,
y nada pudo consolarnos esa noche.


POLIZÓN

El tiempo se decanta por los puertos
abandonados al tráfico de las injurias,
al acoso de la prostitución.
Ronda los muelles a la medianoche,
desorienta las brújulas,
envenena las copas de los marineros.
El tiempo prefiere los otoños fríos
en fechas cercanas a un naufragio
sobre una embarcación a la deriva
que sobrevuelan los albatros,
atraídos por alguna inclemencia.

Viejo polizón incrustado
en las grietas de la piel, reseco,
resentido de siempre, temeroso,
que labora día y noche
bajo cualquier circunstancia,
aplicando sus designios fugaces.
Y si alguna vez nos topamos
con su estela cegadora,
sabemos que pasó, ligero y contumaz,
como pez que se escapa de las manos
y se esconde en otros mares dispersos.


Del libro Enfrentamientos (1993)



MUJER YACENTE

La soledad inyecta su veneno
a través de la piel, se transparenta
en los miembros del cuerpo fatigado,
y en él solidifica sus costumbres.
Un olor entre amargo y discreto
emiten los poros en la habitación
donde se regodea la penumbra.
Solo un espejo de tamaño humano
siembra la inquietud mientras espera.

Una figura de mujer yacente,
arropada por debajo del pecho,
abre los brazos como quien desea
y reclama la presencia de alguien.
Pero no hay señales ni vestigios
de otra presencia que no sea el tiempo.
Queda el perfume de la memoria
confundido con el olor de la madera.
Y de todo ello se benefician las sombras.


LA CONVALECIENTE

La ventana insinúa un mundo adormecido
que no pugna por entrar rompiendo
los cristales, sino que los penetra
con un rumor de luz que te sostiene
aérea, precisa en tu existir precario,
imprecisa en el aura que te arropa.

Tienes en el rostro  casi desgastados
los signos de la vida. ¿Duermes o meditas?
¿Te imaginas la perfección de un cuerpo
que venciera huesos, venas y tendones,
te mostrara ante el mundo de otra forma
y te vieras llena de encanto? ¿Duermes?

¿Tú querrías dañar con uñas y palabras
esta distorsión real de la materia
y tocar otro cuerpo tuyo sin fisuras?
Perderías vocación de amante, perderías
lo que merece perdurar por frágil,
todo lo que la luz perfecciona en tu cuerpo.


LA SIESTA

Lo natural es dormir y sosegarse,
cerrar los ojos a la apariencia
y abrirlos dentro, sobre la hondura.
Apaciguar la fiebre de las ideas,
la marea de los conceptos, rechazarlas.
Abrir un boquete hacia un abismo interno
y dejarse caer inevitablemente.
Caer hacia la prolongación de la vida,
hacia la zona clandestina donde
la conciencia y el cuerpo se distancian.

Abandonar la recogida de la mies
y limpiarse el sudor cuando el cansancio
desvirtúa la tarea y la envilece.
Echarse encima de la tierra contemplando
por unos segundos ese cielo enorme
que tranquiliza a la mirada inquieta.
Y allí negar la insistencia de las cosas,
la participación de voces en el aire,
la circunstancia de estos cuerpos dormidos
en una escena callada, teñida por el sol.

Tendidos sobre las mieses y la tierra,
el hombre y la mujer descansan juntos,
desprendidos del dolor, de la ignorancia,
a la espera de nada, simples y concretos,
focos de vida deslumbrando el paisaje.
Y al fondo el animal come tranquilo
junto al carro vacío de voces y de gestos,
mientras el cielo abierto se adormece,
mientras el hombre y la mujer se perpetúan
en esta imagen de dioses inmutables.


LOS COMEDORES DE PATATAS

El día es una servidumbre, atenta
contra sus hijos y los desasosiega,
graba en ellos el estigma del miedo
y los predispone al desamparo.
Les pertenece solo la noche,
y en ella cobijan su consuelo
mal iluminado; noche de escasez,
precipitada sobre sus espaldas
encogidas por el peso del hambre.
La oscuridad les llena la despensa
de un alimento amargo, y la penuria
se manifiesta en sus sombríos gestos.

Bajo una lámpara inquietante
están los engendrados por el frío
en torno a una mesa ensombrecida.
Apenas si la voz los acompaña
y les tizna la boca de un deseo
que a punto de nacer los sobrecoge.
Sus miradas intentan ocultarse,
avergonzadas ante la luz que impone
la visión de estos cuerpos entregados
al olvido, el esfuerzo y la melancolía.
Poco a poco comen las patatas
con la mansedumbre del desposeído.


Alejandro Valero, febrero de 2023