Enfrentamientos


Enfrentamientos fue mi primer libro publicado, en 1993. Lo he pulido bastante, porque aquel primer poemario tenía palabras de más, por decirlo de alguna manera. Los versos que lo conforman son mi humilde homenaje a tres pintores cuya obra me ha inspirado para expresar mis propias inquietudes: Francis Bacon, María Blanchard y Vincent Van Gogh.

Desde que escribí Enfrentamientos, me preocupan los mismos asuntos cuando escribo poesía. Con mis poemas intento comprender el mundo y la vida, nada menos. Pero para llegar a conocer, nos enfrentamos con el misterio, con el absurdo, con la razón, con los sentimientos y con todo lo que se nos ponga por medio. Porque nada agota nuestra ansia de saber, de comprender qué es todo esto que nos rodea. No puede haber conclusiones, así que seguimos en la labor. Pero me inquieta saber cómo podría ser otra existencia más agradecida con nuestros ideales.

A. V. 2023

© Alejandro Valero, 1993
Enfrentamientos.
Colección Alcazaba. Diputación de Badajoz, 1993.


***


Para Helena


***



Vamos al corazón por el misterio,
trémulos, sin hablar, todos a proa,
en una inmensa ansia.

Juan Ramón Jiménez


...solo el dolor
no alcanza nunca la dimensión humana,
es siempre mayor que el hombre,
y sin embargo tiene que caberle en el corazón.


Vladimir Holan

***


ENFRENTAMIENTOS

Carece de valor todo comentario
que no se haga desde el enfrentamiento.
La adulación acerca peligrosamente
y no deja espacio a la severidad
de la dicción, sin la que no hay distancias.
Así nadie nos enseñó la escritura;
nadie se paró a decirnos: contra ella.

Y tuvimos que rehacerla, para ser ahora
los habitantes de una tierra enfrentada
consigo misma, que trabajan día y noche 
en sus fraguas tenaces, forjando las palabras,
forzando sus significados libremente,
dándoles la forma del ave en cautiverio,
mientras elaboramos cánticos confusos.


A LA MANERA DE FRANCIS BACON



AUTORRETRATO

Este rostro, sometido a un constante
vapuleo y a un cuidadoso deterioro,
bucea en medio de una realidad
que se adhiere a su piel con fuerza
y le impregna los ojos de estupor,
nutriendo su visión asombrada.
Todo alrededor es niebla y sueño,
y la mirada interpreta las señales
de esta existencia esplendorosa
que los ojos acogen confundidos.

Nada relevante puebla su interior
salvo esas mínimas magulladuras
que el corazón convierte en arrebatos
y en el rostro adquieren contundencia.
No solo las arrugas de la frente,
la preponderancia de los pómulos
y la callada explosión de las cejas
expresan hostilidad y desengaño;
también su mirada exterioriza
una tensa búsqueda en las sombras.

Hay un enfrentamiento desigual
entre dos territorios contrarios
que se nublan uno al otro como
queriendo resarcirse de la herida
provocada en el primer encuentro.
Y la sangre vertida desde entonces
se traduce en palabras equívocas
y conceptos varados en el aire,
que intentan una escasa ordenación
del mundo con un puñado de signos.

Después de someterse a tanta realidad,
este rostro enfrentado se sostiene
sobre un pilar agredido por el tiempo,
y dentro del cuerpo la carcoma
desarrolla su trabajo indeleble.
Este es el rostro de una pieza más
en el engranaje de las circunstancias.
No un rostro particular de nadie,
sino consecuencia de las cosas,
atribuible a la erosión sobre la piedra.


MUJER YACENTE

La soledad inyecta su veneno
a través de la piel, se transparenta
en los miembros del cuerpo fatigado
y en él solidifica sus costumbres.
Un olor entre amargo y discreto
emiten los poros en la habitación
donde se regodea la penumbra.
Solo un espejo de tamaño humano
siembra la inquietud mientras espera.

Una figura de mujer yacente,
arropada por debajo del pecho,
abre los brazos como quien desea
y reclama la presencia de alguien.
Pero no hay señales ni vestigios
de otra presencia que no sea el tiempo.
Queda el perfume de la memoria
confundido con el olor de la madera.
Y de todo ello se benefician las sombras.


LES VIEUX AMANTS

Razonadamente,
con los minutos contados uno a uno,
cayendo imperceptibles
en los miembros de los amantes
como una lluvia presentida,
el tiempo
va perdiendo su afición al juego,
su entereza de amante abnegado,
y ha decidido con sabiduría
no seguir cortejando a la muerte
con la prepotencia de antes,
sino con una nueva ternura,
con otra sensibilidad, con otro
deseo.

El tiempo,
atareado y viejo loco rebelde,
erosionado por la estirpe humana,
avasallado por relojes de carne,
se aparta de tanta vanidad y anhelo,
cumplida su tragedia en el mundo,
cerrados los caminos de antaño,
y se prepara para el acto supremo
del amor, que espera con codicia,
acariciando los pechos de su amada,
penetrando su cuerpo entregado,
alcanzando el límite del gozo,
respirando el perfume final
de la muerte.


DOS FIGURAS

I

Poco a poco, con la lentitud
del receloso y la servidumbre
del cansado, se van haciendo
sitio los amantes en el tiempo
y ocupan un espacio propio.
Nada les advierte del peligro
de tanta sumisión, acostumbrados
a ennoblecer los actos insidiosos
y a anteponer creencias y caricias
a los hechos. Duermen poco,
apretados al silencio de la piel,
confundiéndose en su mestizaje,
y ni siquiera el sueño les impide
el tacto y la memoria, baluartes
más tenaces aún que las palabras
y los besos. Su actitud violenta
ante la intromisión del mundo,
y una selección cuidadosa
de los lugares más propicios
para el amor los aleja del punto
de mira de las cosas, y consiguen,
no sin esfuerzo y sin melancolía,
un cobijo al lado de una hoguera,
mientras cierran puertas y ventanas.

II

De la constante actividad
de los amantes quedan pruebas
en su cosecha de actos entrañables
y en el crecimiento de su orgullo,
pero también en la desidia de las horas
muertas, cuando el tiempo hiere,
y en un apetito interior descabellado
al que responden con inercia.
Algunos fracasarán en su propósito,
engañados por una ilusión difusa,
y enterrarán sus manos en la piel,
precipitados sobre el ansia. Otros,
menos apasionados e indecisos,
proclives al canto y a la resistencia,
recibirán promesas adecuadas
mientras se consumen sin apenas daño.
Los más, arañarán unos instantes
sometidos al fuego entrecruzado
de pasión y calma, vértigo y consuelo.
Instantes verdaderos que refuerzan
la memoria y que les dan sustento
a lo largo de su intensa travesía.

III

La estructura del amor,
como delineada por expertos
falsos o aprendices sin talla,
no se fundamenta en líneas rectas,
curvas delicadas, ángulos perfectos.
Tiene su armazón resquebrajado,
arquitectura noble, casi en ruinas,
que se sostiene con las manos tensas.
Al amor hay que venir herido
y teniendo en el alma un punto
de dolencia, un signo de temor.
Quien aquí pretenda establecerse
debe llevar alforjas bien repletas
de empeño y de alimento propio
para no sucumbir entre los brazos.


TRÍPTICO DEL LAVABO

I

El sonido del cuerpo interroga
mientras el hombre se lava en su lavabo.
Ese roce de la piel no sorprende
ni al oído ni al ojo,
y deja un murmullo de algo
que suena lejos reiteradamente.

El agua alivia del calor,
limpia la piel, la deja fresca,
preparada para nuevos roces
y otras suciedades con que tiñe
la realidad al cuerpo.

El hombre se lava en su lavabo
acuciado por rumores propios,
atormentado por el agua,
que es tan simple que no tiene
vanidad: fluye impulsada por sí misma.

El sonido del agua no interroga,
no limita, se extiende sin obstáculos,
sin mezcla de algo humano, sobrio,
infatigable, no conocedor, no herido.

La mirada del hombre gime a veces
y se revuelve en su madriguera.
Esas manos sucias que se frotan
aparecen lejanas y la piel
no lo admite, niega toda lejanía.
Mas los ojos imponen su distancia.
Y a la mirada sólo le queda un gesto
de estupor que las manos ignoran.

II

El rostro busca un sentido en el espejo,
pero sólo encuentra la caricatura
de unos rasgos esculpidos sin misericordia.
La nariz, redonda y demasiado grande.
Las cuencas de los ojos, hundidas
en dos pozos que nublan la visión.
La barbilla, pequeña y desamparada,
cubierta de unos pelillos efusivos.
Los pómulos, procaces y desafiantes,
que sobresalen sin apenas riesgos.
La frente, arrugada y envejecida,
acostumbrada a la reverencia.
Boca grande de labios agrietados,
con una hosca actitud inofensiva.

La mirada no reconoce como suyos
estos rasgos mientras el hombre se afeita.
Hay una incómoda impresión pasajera,
el desconcierto de algo ausente que los ojos
parecen buscar pero quizá no busquen.
(Cuando el rostro no esté delante del espejo
se borrará de nuevo esta sutil extrañeza).

La visión de una mirada en el espejo
profundiza aún más la incertidumbre
y desentraña identidades confusas.
Hacia dentro, apenas nada se conoce,
todo se asume con seguridad ficticia.
Sólo a veces un recelo recóndito
salpica de leves interrogaciones,
pero allí no crecen dudas ni respuestas.
Y hacia fuera, toda sospecha permanece.

III

Una vez acabado el aseo,
el hombre siente el cuerpo aliviado,
pero el frescor de la piel recién lavada
no se corresponde con la sangre,
turbulenta frente a este desahogo.

Y ahí está el hombre con su traje
arrugado y ancho, espantapájaros.
Una manga más larga que la otra.
La corbata con el lazo torcido.
Desabrochada la bragueta,
anunciando un interior oscuro.
Zapatos sucios por los bordes,
y la camisa apenas remendada.

A alguna parte se dirige,
melancólico, banal, discreto.
En algún sitio tiene ya preparado
su asiento después del desayuno,
su límite real, su espera.

La labor de los días le tiñe
la piel de unas pequeñas manchas.
El tiempo ejerce en él su obstinación
lenta y precisa, como viento
que demora su oficio de desgaste.

¿Adónde mira cuando levanta los ojos
y ensaya un tímido grito?
Mueca brusca y carcajada estruendosa
que se le incrusta en los oídos
y altera la visión del cuadro:
convulsión en las venas y en los colores,
y en la mirada, fugaz policromía.
Así se pierde su grito en el espejo.


CAUTIVERIOS DE MARÍA BLANCHARD



MUJER PEINÁNDOSE

Ese espejo no miente.
Su verdad es la verdad
que reflejan esos ojos cautivados.
Cautiverio banal es este de la carne.
Si el cuerpo se miente ante el espejo,
¿qué camino le queda a la verdad
sino engañarse y peinar ante el espejo
sus errores que el ansia no perdona?
Y la pasión,
reducida a esos ojos cautivados,
¿cómo será verdad ante el espejo
si el cristal no respira ni desea?

La verdad de esa mujer carece
de destino. Ese espejo no miente:
una mujer ilusionada peina su cabello
mientras finge soñar deseos de otros ojos.
Ante el espejo
toda vanidad se encuentra temblorosa,
no destruye su trampa pero sabe
que sus ojos son los únicos testigos
y conocen la trama de la trampa.
La vanidad se rinde a la evidencia,
se cura en humildad, se ausenta,
y la mujer se queda con su herida.


LA CONVALECIENTE

La ventana insinúa un mundo adormecido
que no pugna por entrar rompiendo
los cristales, sino que los penetra
con un rumor de luz que te sostiene
aérea, precisa en tu existir precario,
imprecisa en el aura que te arropa.

Tienes en el rostro casi desgastados
los signos de la vida. ¿Duermes o meditas?
¿Te imaginas la perfección de un cuerpo
que venciera huesos, venas y tendones,
te mostrara ante el mundo de otra forma
y te vieras llena de encanto? ¿Duermes?

¿Tú querrías dañar con uñas y palabras
esta distorsión real de la materia
y tocar otro cuerpo tuyo sin fisuras?
Perderías vocación de amante, perderías
lo que merece perdurar por frágil,
todo lo que la luz perfecciona en tu cuerpo.


MATERNIDAD

La sangre siembra sus semillas
en un cuerpo adquirido de la nada.
Lo que nace es una nueva historia
cuyos sucesos carecen de fechas,
cuya manifestación es un llanto.
Se ha ganado una apuesta al silencio
mientras dure el paréntesis de vida.

He aquí al hijo de la carne.
Viene confundiendo herencias
y quebrando límites. Procede
de un lugar donde confluyen el azar
y el beso. Viene indemne, solitario,
prefigurado en la mente de la madre,
y su primera palabra es un gemido.

Algo se añade al mundo con su peso,
un deseo singular y débil.
Una mirada distinta y cautelosa
surge del otro lado de la herida
y prorrumpe en la estación del cuerpo.
Pero nada se modifica en la tierra,
nada cambia de lugar ni de sentido.

Solo en los brazos de la madre,
el niño lo transforma todo
con su sola presencia diminuta,
sus ojos ciegos, su inquieto respirar,
y allí reclama el tacto de la vida,
ese puente tendido con amor
entre su ser reciente y el misterio.


DOS AMIGOS

Acercarse tiene sus peligros.
Es inevitable la desconfianza
y una cierta desazón en la mirada,
como si ante la belleza de un límite
nos detuviera un temor obligatorio.
No es cobardía o desamparo,
sino un impedimento íntimo
que se nutre de alguna forma
de resignación o de cautela.
Es un aviso de amenaza en el pecho.

Hay quien se ahuyenta de repente
ante el ruido de unos pasos dañados
o el olor de otras manos en la brisa.
Los hay que se tumban en el lodo
para mancharse y no ser reconocidos.
Y existen los lejanos, que atraviesan
los caminos con un aire de sátira,
reclamos de la nada, despojados
de invitación o de convocatoria,
y habitan recelosos el silencio.

Pero acercarse con el paso leve
y alimentar una esperanza incierta
es propio de quien no teme al tacto.
De quien impulsado por extrañas
gratitudes se vuelca en la sangre
y exterioriza su rubor deseoso.
De quien recorre con esfuerzo
la distancia debida hasta la carne
y allí ama o menosprecia, reivindica
o destruye, palpa o se retira vacío.


EL BORRACHO

Le pertenece el vino como sangre
que quiere poseer, que necesita
para alejarse de su insuficiencia.
Le pertenece el vaso que sostiene;
si está vacío, se asemeja al alma;
si está completo, se asemeja al mundo.
Mundo vertido sobre el alma quiere.

No la realidad en forma de presencias,
sino la realidad tachada de inocente,
la que mitiga su insistencia siempre
que se acercan a ella pretendiendo
limitarla con luz o con palabras. Nube
que descarga sus lluvias imprecisas
sobre este yermo en que palpita vida.

Huir. Huir de este dolor continuo
que emerge de la lógica del tiempo,
del contacto apretado con la duda,
la vacilación, el miedo, el desengaño.
Y abrir los brazos al dolor perfecto
que ocultan las bodegas de la vida,
donde vivir es solo permanencia.


PINCELADAS BRUSCAS DE VAN GOGH



AUTORRETRATOS

La persistencia del mismo rostro
a través de los sucesos y los años
es un espejismo o una intolerancia.
Los ojos van mermando su mirada
hacia territorios menos prolongados
donde la materia se reduce al mínimo.
La voz se agazapa en el silencio
y perfecciona sus palabras toscas.
El cuello se inclina por la pesadumbre,
restando solidez a todo el busto.
Los hombros se encorvan de cansancio,
rechazan el peso de una vida entera
y se acomodan a la curva del vencido.

No sin antes acusar a la vida
de dejación y abandono de morada.
El azar es demasiado estricto
y su amplitud invade la certeza,
fomenta el engaño entre los inocentes
y persevera en su codicia legítima.
La realidad se somete a la apariencia,
que la convierte en mármol decidido,
techumbre donde choca el aguacero,
muros que retienen todo desarrollo.
¿Pero quién certifica que debajo
de tantas piedras y de tantos ojos
se enfrentan los ejércitos oscuros?

Y estos rostros sucesivos y parcos.
Estas transformaciones de la carne
supeditadas al desgaste del tiempo.
Este desconcierto de la memoria
ante la indisciplina de lo que huye
y la parvedad de lo que se queda.
Estas conmociones de la mirada
que se refugia en las cuencas de los ojos
e interrumpe su búsqueda peligrosa.
Son el legado de la naturaleza,
una provocación para el que mira
y se encuentra de frente con la imagen
propia que ya se desvanece y pasa.


LOS COMEDORES DE PATATAS

El día es una servidumbre, atenta
contra sus hijos y los desasosiega,
graba en ellos el estigma del miedo
y los predispone al desamparo.
Les pertenece solo la noche,
y en ella cobijan su consuelo
mal iluminado; noche de escasez,
precipitada sobre sus espaldas
encogidas por el peso del hambre.
La oscuridad les llena la despensa
de un alimento amargo, y la penuria
se manifiesta en sus sombríos gestos.

Bajo una lámpara inquietante
están los engendrados por el frío
en torno a una mesa ensombrecida.
Apenas si la voz los acompaña
y les tizna la boca de un deseo
que a punto de nacer los sobrecoge.
Sus miradas intentan ocultarse,
avergonzadas ante la luz que impone
la visión de estos cuerpos entregados
al olvido, el esfuerzo y la melancolía.
Poco a poco comen las patatas
con la mansedumbre del desposeído.


CAFÉ DE NOCHE. INTERIOR

La luz se afianza en un lugar aparte,
en el centro de lo que no se tiene,
siempre en el meollo de otras cosas.
Atesoran las lámparas un legado
fugaz y escaso, al alcance de pocos,
no siempre disponible para el triste.
Ellas cobijan el distanciamiento,
la ebriedad, el crimen, la ternura.

En el margen de la luz se conmueven
estas figuras casi imperceptibles,
leves, huidizas, como humo de tabaco.
Revolotean las palabras por las mesas,
se adhieren a los vasos y a la piel
o se esconden en algún oído indolente.
Un reloj arranca las horas de cuajo
y las expone desnudas al ridículo.

Hay lugares donde el tiempo se calla,
deja de musitar su zumbido hiriente
y se queda esperando a que sus presas
cometan algún error o se den cuenta
de que sus alas inmensas solo están
plegadas. Lugares dejados al vacío
de miradas inquietas, tortuosas,
que reclaman una voz o una respuesta.

La luz mancha la sala inútilmente
con destellos hundidos en las sombras.
El tiempo pierde vigor y no se atreve
a penetrar las miradas y los cuerpos.
Solamente un hombre en medio de la sala
reconoce el paso de esos dos gigantes.
Mira hacia aquí, convulso y asombrado,
criatura patética que aúlla por los ojos.


TRIGAL CON CUERVOS

Una inmensa extensión amarilla
golpeada por sombras a lo alto
que acosan al color del hombre.
Una llanura despoblada y ancha
que el vendaval hostiga invicto
y la tormenta anhela. Territorio
devorado por cuervos insomnes
que, incapaces de elevar el vuelo
por encima de sus torpes alas,
se ceban en la tierra y en el trigo,
se solazan con la podredumbre
y provocan unas consecuencias
trágicas que el barro delimita.

El desmoronamiento y la rapiña
tienen lugar aquí, sobre este suelo
sumiso a unas leyes naturales
y abandonado a los depredadores.
Nada consistente se establece
bajo esta atmósfera de miedo.
Solo una herencia subterránea
restablece un precario equilibrio
entre el aire y las raíces tensas,
pero dura lo que tarda un tallo
en quebrarse bajo la ventisca
que arrasa este trigal indefenso
y lo deja expuesto a sus temores.


LA SIESTA

Lo natural es dormir y sosegarse,
cerrar los ojos a la apariencia
y abrirlos dentro, sobre la hondura.
Apaciguar la fiebre de las ideas,
la marea de los conceptos, rechazarlas.
Abrir un boquete hacia un abismo interno
y dejarse caer inevitablemente.
Caer hacia la prolongación de la vida,
hacia la zona clandestina donde
la conciencia y el cuerpo se distancian.

Abandonar la recogida de la mies
y limpiarse el sudor cuando el cansancio
desvirtúa la tarea y la envilece.
Echarse encima de la tierra contemplando
por unos segundos ese cielo enorme
que tranquiliza a la mirada inquieta.
Y allí negar la insistencia de las cosas,
la participación de voces en el aire,
la circunstancia de estos cuerpos dormidos
en una escena callada, teñida por el sol.

Tendidos sobre las mieses y la tierra,
el hombre y la mujer descansan juntos,
desprendidos del dolor, de la ignorancia,
a la espera de nada, simples y concretos,
focos de vida deslumbrando el paisaje.
Y al fondo el animal come tranquilo
junto al carro vacío de voces y de gestos,
mientras el cielo abierto se adormece,
mientras el hombre y la mujer se perpetúan
en esta imagen de dioses inmutables.


***

(Página actualizada el 12 de enero de 2024)

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