El proceso poético de John Keats

(Introducción a mi traducción de Odas y sonetos, de John Keats. Poesía Hiperión. Madrid 1995)


Resulta sorprendente que, después de haber transcurrido doscientos años desde el nacimiento de John Keats, casi nada en España corrobore su breve existencia. Más que nadie, Keats es el poeta del que todos han oído hablar o al que han estudiado en los manuales de enseñanza secundaria, dando por sentada su genialidad, sabiendo que es uno de los grandes. Pero apenas se deja ver su presencia entre nosotros, no ya con una traducción exigente, sino con su influencia en el quehacer de los poetas patrios. Los pocos escritores españoles que se han acercado a la poesía de habla inglesa han pasado por encima de él sin darse cuenta de su verdadera entidad, centrando su mirada en el romanticismo más esplendoroso de un Blake o en el más sosegado de un Wordsworth, de la mano de un Coleridge más versátil. Solo el «Adonáis» de Shelley, traducido en varias épocas, nos ha recordado a Keats, si bien piadosamente. Pero es que la mayor influencia del Romanticismo en España, descartando la primera conexión de Espronceda con Byron, ha venido siempre de Alemania, sobre todo con la obra de Heine y luego de Novalis, Hölderlin y los grandes pensadores de la época.

Así que aquí tenemos a un desconocido John Keats al que hemos intentado acceder desde sus poemas más cercanos a la sensibilidad actual: sus odas y sonetos. Quedan afuera algunos poemas valiosos y sus largas obras épicas y alegóricas, precisamente aquellas que Keats más valoraba y por las que pensaba que iba a quedar como «uno de los poetas ingleses». Obras como «Endymion», «Lamia»; «The Eve of St Agnes»; y los dos poemas inconclusos sobre el mito de Hiperión nos revelan a un poeta muy centrado en su época y en el intento por hacer revivir los mitos clásicos y el paisaje cultural renacentista, pero lo que realmente nosotros podemos degustar son sus archifamosas odas y sus sonetos, aparte de las cartas que escribió a sus familiares y amigos y que constituyen un corpus especial por su calidad y por lo que muestran de la personalidad, experiencias e ideas del joven poeta. Para dar una mayor cohesión a este trabajo, hemos incluido todos los sonetos y todas las odas, siendo estas últimas las que la crítica considera con suficiente entidad como para formar un bloque cerrado en calidad y en pretensiones, y no otros poemas de menor calibre en cuyo título aparece ese término. Hemos dispuesto los poemas cronológicamente para que se pueda observar la evolución de toda la corriente poética de Keats y sus variados afluentes, y los hemos traducido en verso alejandrino, ya que al ser las palabras en inglés más cortas que en castellano, de esta manera se puede mantener el pulso y el contenido de cada verso.

LAS ALAS DE LA POESÍA

Lo primero que llama la atención en la obra de John Keats es la brevedad del tiempo en que se desarrolló. Aunque esto no parezca tener relevancia a la hora de juzgar a un poeta, permítasenos esta incursión un tanto sentimental sobre un hecho que la crítica considera único, solo comparable ―aunque por muy distintas razones― con el caso Rimbaud. John Keats nació el 31 de octubre de 1795 y murió el 23 de febrero de 1821, con veinticinco años de edad, pero si tenemos en cuenta que prácticamente el último año de su vida no pudo dedicarse a la escritura debido a su tuberculosis, y que comenzó a escribir poemas a finales de 1814, quedan apenas cinco años de producción, la mitad de los que él mismo pidió en unos versos para realizar su labor poética. En este periodo de tiempo, Keats publicó tres libros. El primero en 1817, Poems, que no mostraba a un poeta de gran talento, pero del que tampoco Keats esperaba grandes cosas. En 1818 publicó Endymion, con el que ahora sí quería afianzarse como poeta y aliviar sus mermados recursos económicos, pero la crítica se cebó en él no solo por las debilidades de este largo poema alegórico ―que las tenía― sino por otros motivos, entre los que cabe destacar su amistad con la intelectualidad liberal de su tiempo y la procedencia de clase del mismo Keats, en una época en que para triunfar se necesitaban avales de alta alcurnia. Pero estos ataques no frenaron la ascensión impetuosa del poeta; más bien fue a partir entonces, y hasta principios de 1820, cuando en solo dos años Keats consiguió su madurez y escribió sus poemas más característicos, los que la crítica considera que están entre los mejores de la poesía inglesa. En ese año salió a la luz su último libro, Lamia, Isabella, The Eve of St Agnes and Other Poems, donde se encontraban sus odas. Hasta el final de su vida ya apenas si escribió algunos poemas y corrigió otros. Se fue a Italia en busca de un clima más propicio para su enfermedad, pero murió en Roma, y allí está enterrado.

Realmente John Keats es un creador singular en su generación. El Romanticismo como etiqueta literaria no se ajusta a su envergadura de poeta, pues se le ha considerado como un realista por distintos motivos: porque no casa con una concepción intelectual del hecho poético y porque se entretiene demasiado con los objetos y paisajes de la realidad. Hasta qué punto esto es verdad quizá sea lo que centró gran parte de las energías del poeta, de sus contradicciones, de sus intentos por ensamblar dos estados de ánimo diferentes. Lo que comenzó como una atracción hacia la naturaleza y sus hermosas apariencias fue poco a poco convirtiéndose en un intento de aunar sensación y pensamiento, experiencia y éxtasis en un complejo proceso poético sobre el que el poeta medita constantemente en sus poemas, siendo así uno de los primeros poetas modernos que hace de su poética el centro de su obra, lo que en él va unido a su experiencia vital y cultural.

Uno de los críticos que mejor ha estudiado este proceso es Stuart M. Sperry que en su libro Keats the Poet profundiza en los postulados poéticos de este. Parte de la conocida frase de Keats: «¡Ah, por una vida de Sensaciones más que de Pensamientos!» Lo que a primera vista puede parecer un deseo hedonista de experiencias sensuales y un rechazo de los apetitos intelectuales ―que a algunos sobró para condenar su obra como superficial―, se convierte en solo el motor de una visión del mundo mucho más ambiciosa. Es verdad que Keats no se fiaba de la filosofía como método de conocimiento, porque su concepción del mundo absorbe lo sensorial, lo emocional y lo intelectual en una suerte de conciencia universal que enajena al poeta de sus propios límites y lo lleva con las alas de la imaginación, o poesía, hacia otra dimensión humana. Lo que comienza con la contemplación de los objetos de la naturaleza y las múltiples sensaciones que nos provocan, y sigue mediante una síntesis de todos esos estímulos purificados por la imaginación, hace que el poeta pierda su identidad y se vuelque en un rapto espiritual activo en todo el universo. Y este estado supremo lo entiende el poeta como una eterización de la naturaleza, el viejo éter del que tantos poetas antiguos hablaron y que ahora Keats utiliza como representación de su propio concepto de poesía. Es decir, el poeta intenta descubrir las analogías que unen a las cosas concretas con ese estado ideal.

Muchos son los poemas en que Keats describe este proceso, como si estuviera constantemente replanteándoselo. Pero no todo queda aquí, porque su concepción del mundo no es solo estética sino moral. La poesía también contribuye al crecimiento de la humanidad y a la mejora social de los hombres, aunque en este punto Keats no parece tan convincente como pueda serlo Shelley, quien impregna toda su obra de una crítica política casi ausente en los poemas de Keats, o como Wordsworth, en quien los aspectos morales sobresalen con más facilidad. Así tenemos a un Keats dividido entre su lealtad a lo real, atraído por el esplendor de la naturaleza, y sus incursiones hacia lo sublime, en un territorio intermedio donde él sabe que debe estar el poeta, una zona de misterio y niebla. Esa posibilidad de pérdida de la identidad real y de convivencia con el misterio es lo que él denominó la «capacidad negativa», que aprende de Shakespeare. El poeta debe contentarse con un conocimiento parcial, sumido en un letargo preconsciente de donde procede su estado visionario; así se puede comprender que Keats no se fiara por completo de la reflexión racional, adjudicándole a esta la labor de establecer puntos de referencia en medio del caos de la realidad. Ni tampoco se podían aplicar los principios de la ciencia para explicar las relaciones existentes entre imaginación, sensación, emoción y pensamiento.

LOS SONETOS

John Keats y los demás poetas románticos renovaron el lenguaje de la poesía, pero no pudieron o no quisieron buscar formas estróficas nuevas desde donde cimentar esa renovación. El soneto fue una de las herramientas más utilizadas por estos poetas; Keats lo usó desde el comienzo de su carrera poética y solo lo abandonó antes de escribir sus odas, cuando ya se le había quedado pequeño. El soneto petrarquista era el más extendido entre los poetas románticos, siendo Wordsworth uno de los mejores en ese campo. También Leigh Hunt, el poeta amigo de Keats que más le influyera en sus comienzos, era claro defensor de este tipo de sonetos (ambos amigos tenían por costumbre hacer competiciones consistentes en escribir un soneto en quince minutos). Pero la constante inquietud estrófica de Keats le llevó a adoptar también el soneto de Shakespeare ―con tres serventesios y un pareado final―, que le dejaba mayor libertad de movimientos. Con el soneto, Keats comenzó su fulgurante aprendizaje, y el dominio que llegó a tener de las formas poéticas fue extraordinario; esa facilidad le ayudó a escribir con rapidez incluso algunas de sus odas más famosas.

En los sonetos de Keats se puede rastrear su evolución técnica desde sus vacilantes comienzos hasta la madurez anterior a la eclosión de las odas. Sus primeros maestros fueron Spencer, Milton y Shakespeare. Del primero le sedujo su fantasía y sus ambientes pastoriles, la idea del romance como núcleo de su visión poética; de Milton su carácter épico y noble, el tono solemne; de Shakespeare la pérdida de identidad en favor de sus personajes. Todas estas notas se funden a veces en la melodía de Keats, aunque poco a poco irá abandonando la arriesgada opulencia del estilo de Spencer y la altitud de miras de Milton, para frecuentar con más asiduidad el estilo de Shakespeare, concretando más su escritura y generando una ironía fruto del reconocimiento de los límites de la existencia. La mayor parte de los sonetos de Keats son poemas de ocasión, pero esto no les quita ni un ápice de calidad. Su temática se circunscribe a cuatro apartados: los sonetos dedicados a sus amigos y familiares, los que honran a sus poetas maestros, los que profundizan en el proceso poético y los que reflexionan sobre su condición humana. Casi todos van muy unidos a su experiencia vital y revelan la personalidad del poeta: un ser entrañable con sus amigos, agradecido a sus maestros, que se toma muy en serio su labor poética, con una mezcla de humildad y de deseos de gloria.

Entre sus amistades se encontraban, principalmente, los escritores Leigh Hunt y John H. Reynolds, y el pintor Benjamin Haydon, con quienes formaba un grupo de amigos que le servía de estímulo; ellos animaron a Keats en todo momento y fueron esenciales en su formación literaria, compartiendo lecturas y experiencias que luego quedaron reflejadas en sus sonetos, como por ejemplo una coronación mutua entre Hunt y Keats con sendas coronas de laurel que fue interrumpida por las hermanas de Reynolds con la corona ya puesta en la cabeza de Keats; esta anécdota un tanto banal afectó, sin embargo, al poeta de tal manera que son varios los sonetos dedicados a este hecho. Otra anécdota importante fue la contemplación de las estatuas de mármol traídas desde el Partenón a Londres por acción de Haydon, que pusieron a Keats en contacto directo con el arte clásico, con un modelo de belleza tan admirado por él. Esta experiencia dio lugar a dos sonetos, el celebrado «Al ver los mármoles de Elgin» y «Haydon, pido disculpas por no poder hablar». También encontramos sonetos en los que se dirige a sus hermanos, con quienes compartía un cariño especial. La muerte de su padre, cuando Keats contaba ocho años, y la de su madre, a la sensible edad de quince, acentuó la unión de los cuatro hermanos; y más tarde la muerte de uno de ellos, Tom, a causa de la tuberculosis, supuso un golpe para el estado de ánimo de Keats.

Los sonetos dedicados a los grandes poetas que le precedieron y de los que aprendió y se inspiró en sus poemas, están llenos de una admiración que se confunde con el culto religioso. Los poetas antes citados, más Homero, Dante, Petrarca, Sydney, Burns y Chatterton constituyen su más firme asidero intelectual y existencial, pues Keats nunca dirigió sus inquietudes al Dios cristiano. Varios sonetos dedica Keats al escocés Robert Burns, con quien se sentía muy identificado, y tras sus huellas hizo un viaje por Escocia, donde visitó la casa de campo que habitó el poeta. Otros sonetos nacen de la lectura de estos creadores, como el titulado «Al leer por vez primera el Homero de Chapman», uno de los mejores, que representa el encuentro con el misterio, lo que debe conseguir toda obra de arte. O el soneto titulado «Al sentarme a releer El rey Lear», donde abandona el mundo épico y alegórico —simbolizado en un personaje llamado Romance— y se decide por el mundo de Shakespeare y su tipo de soneto. Todas las inquietudes artísticas de Keats penetran estos poemas que dejan constancia de la evolución de su estilo, de los poetas que merecen su admiración según los cambios de gusto que se dan en su trabajo poético, y exploran el proceso creador en el que se ve envuelto el poeta.

Esto último se puede observar con mayor nitidez en aquellos sonetos que dedica a ese proceso poético del que hablamos. Son muchos; distingamos algunos: «Cómo me gusta, en bellos ocasos estivales», «Cuántos bardos dan brillo a los lapsos del tiempo», «Acerca del mar», «Un sueño, después de haber leído el episodio sobre Paolo y Francesca de Dante». Son poemas donde el paisaje se funde con la mente creadora, lo que da lugar a la experiencia poética; o hablan de buscar la inspiración sentado junto a una caverna marina; o asemejan un texto poético con un bosque donde el lector entra en contacto con la naturaleza; o se preguntan por la esencia de la belleza y la imaginación. No es siempre una naturaleza simbólica, sino que realmente la naturaleza participa de su visión poética, es el trampolín desde donde remonta el vuelo hacia lo desconocido.

Y finalmente están los sonetos confesionales, en los que Keats se interroga sobre su existencia con un tono emocionado y perplejo al descubrir la quiebra de las ilusiones, al vislumbrar la muerte, al replantearse su visión de la belleza y de la realidad. «El mundo está lleno de miseria, zozobra, dolor, enfermedad y opresión», había escrito en una de sus cartas. Uno de estos sonetos lo dedica a Fanny Brawne, la chica de la que estaba enamorado, con la que no se pudo casar debido a su enfermedad y a los problemas económicos; su tono patético nos acerca a la profunda desesperación que a veces lo acomete.

LAS ODAS

En la primavera de 1819 consigue John Keats su plenitud como poeta al converger en su proceso creativo el dominio técnico con la madurez intelectual y emocional. Salvo «Al otoño», escrita en septiembre de ese año, las demás odas las escribió en abril y mayo, aunque no se tiene constancia de las fechas exactas. Esto ha generado mucha especulación entre los críticos, aunque se ha llegado a un consenso para ordenarlas cronológicamente. Durante mucho tiempo se las ha visto como poemas independientes entre sí e incluso del resto de la obra de Keats, aunque la corriente crítica actual ha encontrado muchos motivos para considerarlas como un grupo de poemas que nace de una misma inquietud y que continúa y culmina el proceso poético de su autor.

Este enriquecimiento de sus presupuestos poéticos solo podía hacerse con un desarrollo de la capacidad negativa, que conduce inevitablemente al concepto de ironía. El poeta ahora se halla en un constante estado de indeterminación al reconocer el sentimiento de fracaso, de limitación humana y artística. En casi todas las odas existe un conflicto de contrarios entre los principios presentes a lo largo de su formación y los que se van abriendo camino conforme su proceso poético madura, y ello supone un gran esfuerzo de aceptación de la realidad.

Keats desarrolló las estrofas más características de las odas partiendo de la estructura del soneto, para adaptarla a un discurso que necesitaba mayor expansión. La «Oda a Psique» fue la primera que escribió, en donde se tantea ya una nueva estructura formal. Las figuras de Psique —la diosa tradicional de la poesía— y Cupido, en medio de un ambiente pastoril, representan el locus amœnus donde Keats ha localizado gran parte de su poesía anterior. Este sería para el poeta el lugar idóneo donde la poesía más pura encuentra su medio natural, un estado de cultura donde es posible el mito. Pero la mitología ha sido tragada por la historia, y ha tenido lugar un cambio de sensibilidad: la inocencia poética, donde la poesía encontraba su esencia en una universalización de la experiencia humana, ha dado paso a una subjetividad historicista llena de sombras. Sin embargo, el poeta aboga por mantener aquel estado de cosas, por más que reconozca su imposibilidad. Esta paradoja domina todas las odas, y ha llegado a generar un proceso dialéctico que supone un quiebro irónico en la obra de Keats.

Con la «Oda a una urna griega», uno de sus poemas más logrados, queda ya establecida la estrofa definitiva de diez versos endecasílabos (verso que en inglés se considera de diez sílabas con cinco acentos) cuya métrica nace de una mezcla del soneto petrarquista y el shakespeariano; solo en la oda «Al otoño» se añade un verso más a la estrofa. Utilizando la técnica clásica de Ut pictura poesis, el poeta contempla la obra de arte representada en la urna y deriva de ella un tema de meditación, que es el de siempre: el dilema entre aceptar el estado temporal o la esperanza de escapar de él. Pero lo que ha centrado la preocupación de la crítica son los dos últimos versos: la unidad entre verdad y belleza expresada por la urna —es decir, representada por el arte— es una manifestación que aparece entrecomillada, mientras la última afirmación parece un comentario del mismo poeta, aunque algunos críticos se la adjudican también a la urna. Lo que sí está claro es lo que Keats escribió en una de sus cartas: «No estoy seguro de nada salvo de la pureza del Corazón y de la verdad de la imaginación: lo que la imaginación toma como Belleza debe ser cierto». Y también nos encontramos aquí con la dicotomía entre belleza —la idealización de la obra de arte— y verdad —la ineludible realidad—, resuelta por la urna.

La misma preocupación por la obra de arte aparece en la «Oda a un ruiseñor», quizá su oda más famosa. El estado de letargo con que comienza este poema es el que siempre en Keats precede al rapto poético; el mismo estado de ebriedad que se consigue con la bebida y la droga (el acto de ingerir lo ha utilizado Keats como metáfora del proceso poético). Y el personaje de este poema quiere fundirse con el ruiseñor —la obra de arte— para abandonar la soledad y el dolor del tiempo presente y alcanzar la región del mito, donde el tiempo no existe. Cuando lo logra, el placer es tan intenso que incluso la muerte parece hermosa, porque esta ha llegado a reconciliarse con los valores de amor y belleza que expresa el ruiseñor, que representa el arte. Pero la ironía al final hace acto de presencia cuando Keats equipara fantasía y engaño, porque queda la duda de que el pájaro fuera o una visión o solo un ensueño: ¿es el arte un vuelo hacia lo sublime, o simplemente una evasión del mundo temporal de la experiencia?

La «Oda sobre la melancolía» comienza con una vigorosa protesta contra los símbolos convencionales del olvido, la muerte y la melancolía, típicos de la poesía del romanticismo. Es un debate entre las dos personalidades de un poeta escindido. Es la ironía de nuevo. La melancolía como unión de dolor y gozo es un estado ideal para el poeta porque le pone en contacto con la belleza, pero tiene que renunciar a ella si no desea verse convertido en una presa más de ese estado nebuloso e irreal.

Una sensación parecida a la de la «Oda sobre la indolencia», que tiene sus puntos de contacto, a su vez con el paisaje pastoril de la «Oda a Psique». Pero aquí el poeta renuncia a sus antiguas ambiciones —el amor, la poesía, la gloria— para quedarse en un estado de apatía, no se sabe si aceptando la realidad o si sumiéndose en un sueño ajeno a todo. Probablemente sea esta la menos brillante de las odas, y no parece que a Keats le gustara mucho, porque no la incluyó en el volumen donde aparecieron las demás. 

«Al otoño» fue escrita con posterioridad, pero gran parte de la crítica la coloca junto a las demás odas, a pesar de que este término no aparece en el título. El poema ha sido valorado como uno de los más insignes de la poesía inglesa de todos los tiempos, la culminación del proceso poético de John Keats, quizás el comienzo de una nueva etapa en su obra, que truncaron la enfermedad y la muerte. Porque aquí el léxico típicamente rico de Keats consigue una concentración adecuada de imágenes en un tono sereno y seguro. El lenguaje discursivo ha dado paso a otro concreto y autosuficiente; no hay ironía, porque se ha alcanzado la unión del ideal y la realidad en un paisaje donde hay algo de paradisíaco, y se ha aceptado el ciclo natural de las estaciones como un orden innato en nuestra experiencia. El otoño en este poema está personificado en una diosa que en la primera estrofa colabora con el sol en el crecimiento y madurez de los productos de la tierra, y en la segunda estrofa participa de la labor de recolección y observa la destilación de la sidra, mientras el poeta termina asegurando que el otoño tiene su propia música y desarrollo. Lo mismo que ocurre con el proceso poético que tantas veces aparece en los poemas de John Keats. Por eso, este poema puede contemplarse desde varios puntos de vista, según la sensibilidad del lector, como deben leerse estas traducciones que también han querido ser partícipes de un proceso poético.

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