De qué hablamos cuando hablamos de poesía

(Ponencia del Foro de Escritores Hispano-marroquíes, 1998)


Me gustaría hablar de la poesía española contemporánea no desde una perspectiva estrictamente literaria, sino desde un punto de vista que tenga en cuenta la realidad social de la poesía, es decir, la función que realiza en la sociedad actual y las expectativas que despierta. Un tratamiento únicamente literario estaría por fuerza limitado y nos ocultaría la otra realidad de la poesía, la de la creación poética en su encuentro con la vida real, en su relación con las personas que no son necesariamente creadoras. Porque si en realidad queremos conocer cual es la situación actual de la poesía en nuestro país, tenemos que hablar de la recepción que tiene en la sociedad y en sus gentes, de su utilización como herramienta de conocimiento y de comunicación, de sus perspectivas en un mundo economicista como el nuestro. 

Por eso, tenemos que saber de qué hablamos cuando hablamos de poesía. ¿De un oficio que llevan a cabo ilustres poetas que se reparten premios y antologías? ¿De un objeto decorativo que embellece las vitrinas de la cultura? ¿De un recuerdo de lecturas escolares más a menos aburridas? ¿De una bella y hermética abstracción alejada de nuestras preocupaciones inmediatas? ¿O de un arte abierto al mundo, deseoso de un contacto exterior que lo humanice, con un rigor estético e intelectual que pueda reunir en sus versos la razón y los sentimientos, la realidad y la imaginación? ¿De qué hablan los poetas, los editores, los críticos cuando hablan de poesía? ¿De qué habla el resto de las personas cuando un poema se deja caer en medio de sus vidas?

Cuando analizamos la poesía, habitualmente dedicamos todos nuestros esfuerzos a desentrañar los entresijos poéticos de unas obras que han nacido en la soledad de una habitación y en el silencio de un entorno. Nos centramos en los motivos que han dado lugar a unos versos cargados de un significado especial, nos fijamos en una sintaxis que refleja los sentimientos y las ideas de unos seres que observan y meditan, reparamos en un léxico que se ha ido forjando con la lectura de otros poetas y con la lectura del mundo y de la experiencia. Nos recreamos, sobre todo, en un ritmo que acompasa la melodía interior del poeta y en un contenido donde confluyen todos los aspectos anteriores con una visión propia de la realidad. Esta labor tenaz e irreductible, propia de un dios que recrea las cosas o de un loco que lo conforma todo a su imagen o de un explorador que indaga en los rincones de la conciencia, es una de las tareas más nobles que puede realizar un ser humano, porque con la poesía sentimos el temblor de las cosas y el palpitar de los cuerpos, y nos entregamos generosamente a una realidad que se nos revela.

Pero todos estos sentimientos que surgen con el mismo hecho de nombrar la palabra poesía se convierten a veces en una parafernalia de la labor poética, en la exhibición de un florido plumaje que solo atrae a unos pocos. Porque cuando hablamos de poesía, y aquí estamos reunidos para ello, nos olvidamos de que el olvido es la mayor losa que pesa sobre los poetas y sus versos. Nos olvidamos de que la poesía tiene, como todos los oficios, una función que cumplir entre los hombres, y esa función se ha perdido. Los poetas, los críticos y los editores, hoy más que nunca, se refugian en una cómoda realidad poética hecha a su imagen y semejanza, alimentada y engordada con la autocomplacencia como respuesta inconsciente al rechazo de la sociedad.

Y es que hay que asomarse afuera, ver por dónde discurre la gente, qué hace, en qué piensa, de qué habla, para darse cuenta de que los poetas sobramos. Que nadie diga que esto ha ocurrido siempre y que, por tanto, hay que aceptar la situación. Alguien dijo que en la Segunda República española cualquier universitario sabía escribir un soneto. Hoy las encuestas se encargan de reducir el problema a una cuestión de porcentajes. La última de ellas decía que solo el siete por ciento de los jóvenes entre catorce y dieciséis años lee en su tiempo libre. No quiero pensar qué tanto por ciento de ese siete por ciento se decide a leer poesía. 

Y no solo las encuestas rechazan a los poetas. La prensa los encierra en reseñas huérfanas de poemas (como si, por ejemplo, se pudiera conocer a un pintor sin ver algunos de sus cuadros), los ensalza en homenajes obligados por la mala conciencia, o se dispone a olvidarlos con obituarios agradecidos por los servicios prestados (¿a quién?). Recuerdo todavía aquellos poemas que aparecían en los diarios Informaciones y ABC de Madrid hace veinticinco años; los ojos de aquel adolescente veían pasar por aquellas páginas las palabras de una tribu que al menos eran leídas por cientos de lectores, y que en contraste con la jerga periodística que las rodeaba, sonaban a verdad. Y recuerdo aquellos Encuentros con las letras en la televisión, verdadero encuentro del adolescente con los protagonistas de una literatura aún viva. Aquella tribu ahora se esconde en las últimas esquinas de algunas librerías, en las estanterías polvorientas de los colegios, o se concentra en las actividades rituales de los premios y de las antologías. Y los adolescentes se recrean en actividades «lúdicas y deportivas», como se las denomina, de manera que nunca conocerán la llama del arte y de la palabra.

Por eso creo yo que nuestro olvido de la función que tiene que desempeñar la poesía nos ha llevado a las catacumbas. Los poetas viven alejados de la realidad, de la realidad social de la poesía. No digo que tengamos que salir a la calle reivindicando la lectura poética, pero podemos y debemos influir en los medios de comunicación, en los ministerios correspondientes y en las conciencias más dispuestas. Tenemos la obligación de hacer de la poesía un arte de comunicación y de conocimiento más exigente y riguroso, que atraiga por su densidad y no por su ligereza, y que suponga una experiencia intelectual y estética digna de ser tenida en cuenta.


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Nuestra poesía ha vivido momentos diferentes desde la catástrofe de la Guerra Civil, que sumió a la lírica española en una especie de borrón y cuenta nueva. Un mundo había sucumbido y era necesario levantar otro. La poesía, en boca de esos poetas, cumplía una función terapéutica; quizá pocos la leían debido a las circunstancias sociales que todos conocemos, pero seguramente inspiró a muchos universitarios y a muchos de los que resistían en la oposición política.

No solo me refiero a la poesía social, que por entonces significó un apoyo moral a los vencidos. No tenemos que olvidarnos de aquellos poetas que al lado del régimen imperante intentaron una hermosa interpretación de la realidad por medio de una poesía basada en el clasicismo, y que contemplaban la poesía no como una reivindicación de la justicia histórica sino como un acercamiento religioso a aquella realidad devastada. Al fin y al cabo, ambas concepciones de la poesía buscaban una salvación, personal y religiosa en un caso, social y racional en el otro. Desde una perspectiva actual, y haciendo un esfuerzo de objetividad necesario, debemos reconocer que la contribución de ambas tendencias a la poesía española contemporánea fue fundamental, porque constituyeron el reflejo de una sociedad dividida que ha perdurado hasta nuestros días. Sus distintas concepciones poéticas y sus rivalidades se han repetido en las décadas siguientes y han alcanzado el presente con toda la fuerza de entonces. ¿Cómo no ver en el actual enfrentamiento entre poetas realistas y culturalistas una reproducción de aquellos orígenes, que a su vez eran un reflejo de las corrientes contradictorias de los poetas del veintisiete?

En la década de los sesenta la poesía española, así como la pintura y otras artes, recuperaron su lazo con Europa. Los poetas que entonces publicaban, principalmente los de la llamada Generación del 50, fueron un lujo de la cultura española contemporánea en cuanto a calidad y a pensamiento literario. Además, supusieron un revulsivo que todavía hoy se deja sentir en multitud de poetas. Escribieron muchos de los mejores poemas de la segunda mitad de este siglo e indagaron con lucidez en la conciencia del poeta y en su situación como ser humano. Todo ello sin abandonar la preocupación por la palabra, y buscando en la sencillez expresiva la materialización de una síntesis intelectual no por ello menos compleja.

A finales de la década de los sesenta irrumpió la llamada poesía veneciana o culturalista. Cultos, esteticistas, barrocos, vanguardistas, estos poetas cuestionaron la buena conciencia de aquellos que pensaban que la cultura española era principalmente realista. Solo la ignorancia pudo poner en guardia a quienes que no conocían esa cultura subterránea y subversiva procedente del Romanticismo y del Simbolismo que había aflorado con fuerza durante el presente siglo en todo el mundo y que en lengua española representaron los poetas del veintisiete y muchos poetas de Hispanoamérica. Esta tendencia no quedó interrumpida por la guerra civil, sino que subsistió al margen de la cultura oficial y floreció cuando confluyeron la actitud creativa e indagadora de los poetas del cincuenta con el primer esfuerzo de los culturalistas, pues, al fin y al cabo, estos aprendieron y adquirieron conciencia poética con la lectura y la amistad de algunos poetas del 50.

La influencia que ejercieron los culturalistas fue enorme y fructífera durante la década de los setenta. Parecía que una apisonadora había pasado por encima de la poesía social, y solo algunos poetas del 50 quedaron a salvo. Esta situación, evidentemente injusta y que no tardaría en dar paso a la contraria, dejó al menos en la poesía de esa década una impronta cosmopolita que contribuyó a que los poetas se preocuparan por los engranajes de una poesía más culta y vanguardista. Los que vieron en ello un alejamiento de las raíces patrias de la poesía no se daban cuenta de que la poesía no tiene patria y de que no se puede encajar una de sus múltiples facetas en un territorio determinado. Es más, lo que en esos años resultó decisivo para la creación poética española fue la lectura de poetas extranjeros, la introducción en España de la obra inmensa de los poetas en lengua inglesa, alemana, francesa e italiana principalmente, tarea que realizaron tanto los culturalistas como los poetas del cincuenta. Esa apertura a la poesía de fuera, todavía hoy incompleta, constituyó un esfuerzo impagable al que debemos estar agradecidos.

La muerte en años recientes de algunos poetas de la Generación del 50 y la escasa publicación de los que aún viven, así como el alejamiento voluntario de muchos poetas culturalistas, ha dejado huérfana a la poesía actual, que se debate en un enfrentamiento enquistado entre los seguidores de la poética del 50 y los seguidores de alguna forma de vanguardia. Los primeros realizan un esfuerzo considerable por llevar la poesía a la gente corriente, pero para ello limitan en muchos casos su trabajo poético. Su mayor error, desde mi punto de vista, es haber querido «normalizar» la poesía con una tendencia supuestamente enraizada en la tradición española. Su mejor virtud, el apego a una conciencia poética no limitada a lo literario. Por contra, las demás líneas poéticas confluyen en su rechazo de esta tendencia realista, que han llegado a considerar como oficial, con todo lo que esta palabra tiene de peyorativo. Herederas del culturalismo, no han sabido dar forma a una poética exigente a la que aspiran, aunque quizá ello sea debido a que no se conforman con las poéticas establecidas, y se dedican a una búsqueda constante, propia de la vanguardia.

Desde mi punto de vista, solo la coexistencia pacífica de ambas concepciones y su enriquecimiento mutuo puede dar lugar a creaciones brillantes que logren la profundidad expresiva de las palabras y el impulso de una conciencia poética que no tenga prejuicios ni temores, y que coloquen a la poesía, ¿por qué no?, en el centro de la dimensión creadora e intelectual de una sociedad que ahora se pierde por el desagüe de la banalidad. 

Quizá sea la esencia de la poesía, que no se conforma con estar relegada a una esquina de la sociedad, la que quiere zafarse de los límites que la reducen a una sombra de sí misma. Si sabemos encauzar todo ese ímpetu hacia territorios comunes que muestren su riqueza a una sociedad falta de asideros intelectuales y estéticos, habremos contribuido a fortalecer el arte de las palabras, que no es ni más ni menos que la esencia humana.



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