Odas y sonetos, de John Keats.
Traduc., introduc. y notas de Alejandro Valero. Hiperión, 1996. 195 páginas
El buen traductor suele practicar su teoría y teorizar sobre su práctica: posee una poética, que explica su gramática, y tiende un sistema de relaciones que sirve de puente entre las dos. En esto se comporta como el poeta y tal vez eso, y no otra cosa, sea el verdadero traductor. Alejandro Valero que ha demostrado ser muy diestro en estas arriesgadas lides viene avalado tanto por su poética como por su práctica y es celebrado como un excelente traductor. El Keats que nos ofrece da cuenta fiel de la escritura de éste: de su breve vida y de su intensa y creciente evolución. Valero opta por el orden cronológico, en la disposición de los poemas, y por el verso alejandrino como acertada y certera solución. Mantiene así el pulso fónico y la temperatura lírica y no renuncia a describir los rasgos de una obra en la que «La belleza es verdad, y la verdad, belleza». La presenta, pues, de frente y de perfil en un dibujo capaz de analizar tanto su tradición como su dialéctico proceso, e indica que «apenas se deja ver su presencia entre nosotros, no ya con una traducción exigente, sino con su influencia en el quehacer de los poetas patrios». Este treno suyo necesita un poco menos de vehemencia y un poco más de matización. Por su obra pasaron sus ojos Fitzgeraid y Eliot, Mary Hutchison, Richard Aldington y Ezra Pound; entre nosotros, Aleixandre y Campoamor, Unamuno, Domingo Rivero y Cernuda, que vieron en él un esbozo de uno de los posibles cauces del poema lírico conversacional. El verso más famoso de Keats —que, por mediación de Cemuda y con cambio de uno de sus elementos, llega a Brines— es el que sirvió de base al epitafio que en el Cementerio Inglés de Roma, hay sobre su tumba: «Here lies one whose name was writ in water». En él están el «Fedro» de Platón y uno de los fragmentos de Sófocies, Catulo y San Agustín... y el crisol de todos ellos, que es Shakespeare. Como en todos los grandes poetas, en Keats está, en versión analítica, lo mejor del pasado, y, en versión sintética, algunas de las líneas por las que discurrirá el porvenir. Keats es el romanticismo, pero en versión oblicua, y eso es algo que Valero sabe mantener y recrear muy bien.
En los sonetos logra momentos casi únicos y las discrepancias se limitan al género y número de los nombres clásicos que Keats cita como referencia y en los que Valero no siempre suele acertar. Pero éstas son cuestiones de detalle, que afectan de manera mínima al conjunto y que no le restan rigor ni validez. El lector siente el placer del texto y adivina también la melodía que rige los poemas en su dicción original. Valero logra que la palabra de Keats nos emocione. Sus versiones poseen la arquitectura de una forma fija y abierta a la vez. Al transitar por ellas se descubre el influjo que «Quizá cuando tus labios de rubí se separan/dulcemente y se quedan así mientras escuchas» pudo tener sobre Neruda, y cómo la «hermosa criatura de un instante» pudo convertirse en la «Criatura afortunada» de Juan Ramón. En Keats se cruza todo, y de ahí su «romanticismo clásico», visible en su dedicatoria «A Homero»: «pues siempre en las orillas de la tiniebla hay luz/y los abismos muestran selvas inexploradas;/hay en la medianoche una mañana en ciernes/y una triple visión en la densa ceguera»
Valero sabe conservar los violentos arranques de Keats («Escúchame, escarpada pirámide oceánica») y el remanso mental que, en su desarrollo, los ciñe y acompaña: «Tu vida es sólo dos eternidades muertas». El eje metapoético y reflexivo que le hace sentir los límites de la estrofa fija y le obliga a remover «las hojas del libro de su vida» condiciona el cambio de su proceso de escritura: el soneto se le queda pequeño y necesita un cauce mayor para su cada vez más impetuoso caudal. Lo encuentra en la oda, que es al soneto lo mismo que, para el epigrama, era la elegía un desarrollo complejo, pero natural, en el que consigue dejar a sus «sentidos libres para la nada». En 1976 Duque Amusco tradujo trece de sus sonetos; en 1993, Silva Santisteban propuso buenas soluciones a catorce de ellos, a una balada, a cinco odas, y al «Hiperión». Valero ha preferido limitarse a dos formas y las ha resuelto de manera canónica y modo magistral. Sus versiones mantienen la «intensidad» que Keats, en una carta de diciembre de 1817, exigía y aporta tanto la «hermosa abundancia» como ese «casi recuerdo» con que la poesía, según indica en otra, debe sorprender. Dudo mucho que alguien pueda mejorar esta magnífica translación poética.
Jaime SILES, en "ABC literario", 1996
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