Breve panorámica de Shelley y el Romanticismo poético inglés

(Introducción escrita con Xoán Abeleira para la traducción conjunta No despertéis a la serpiente, de Percy Bysshe Shelley. Poesía Hiperión. Madrid,1991)


El espíritu poético y vital que recorre las obras de Shakespeare, Milton y Spenser encontró su continuación en aquellos escritores ingleses que, a principios del s. XIX, preconizaban un cambio profundo tanto en la creación literaria como en el ámbito social. Esta transformación nacía del interior del individuo, de su forma de contemplar la naturaleza, de la temeridad con que se enfrentaba a lo desconocido. Y junto a dicha introspección ilimitada, la búsqueda de un paraíso en la tierra donde poder vivir en paz y en armonía con los semejantes.
Ya la Revolución Francesa se había encargado de derribar los caducos ideales del Antiguo Régimen y había abierto todo un universo cuyos mundos iban a explorar los nuevos creadores de la vieja Europa. La mayor parte de los jóvenes intelectuales se entusiasmaron con sus ideas democráticas y liberadoras; pero más tarde, al advertir que Napoleón había convertido aquella revolución en una forma de dictadura personal, muchos de cuantos la habían saludado con fervor vieron defraudadas sus esperanzas.
En Inglaterra, y en lo que al campo de la poesía se refiere, William Blake había abonado ya con imaginación visionaria la convulsión artística que estaba germinando. Sus fantásticas ensoñaciones, sus afirmaciones proféticas y su radical inocencia anticipaban el torbellino que muy pronto arreciaría. Lo mismo habría que decir de Thomas Chatterton, poeta de escaso e irregular legado, cuyo temprano suicidio, cuando apenas contaba dieciocho años, mitificado con el tiempo, determinó la actitud de las dos generaciones siguientes.
Pero sin duda alguna quien sentó las bases de la naciente sensibilidad artística fue William Wordsworth. Opuesto en casi todo a Blake, con una visión de la realidad mucho más centrada en lo terrestre, anhelaba, sin embargo, una inocencia parecida, la inocencia primigenia que todos los nuevos creadores buscarían como un medio de superar el desasosiego espiritual que las alteraciones políticas y económicas produjeron en las mentes más lúcidas de la época. De estos dos poetas, Wordsworth y Blake, surgirán las dos grandes ramas divergentes que, salvo contadas excepciones, configurarán el tronco de la moderna lírica inglesa.
La publicación de Lyrical Ballads —volumen que recoge textos de William Wordsworth y Samuel T. Coleridge— en l798 es considerada el inicio del movimiento que hoy denominamos Romántico (adjetivo este que los poetas enmarcados en él nunca utilizaron para referirse a sus propias creaciones). Los conceptos que sobre el lenguaje poético defendieron ambos firmantes en los diversos prefacios a aquel libro (aunque en realidad fuera Wordsworth quien los elaborase) marcaron unas pautas a seguir: sencillez de estilo, lenguaje coloquial y antirretórico accesible a la comprensión común, retorno a «las pasiones esenciales del corazón» y «a las formas hermosas y permanentes de la naturaleza», encaminadas todas ellas a emocionar profundamente al lector, porque el poeta es «un hombre que habla a los hombres» y que «se regocija en el espíritu de la vida» más que cualquier otro ser humano y por tanto debe servirles de guía en la consecución de sus ideales.
Lógicamente, tal noción de la poesía fue solo un intento fallido de aglutinar algunas de las líneas poéticas de entonces, pues, a excepción de Wordsworth, casi todos los poetas románticos escribirán con un lenguaje lejano a dichos postulados. Ese mundo idílico que el «poeta de la naturaleza» preconizaba en «The Prelude», y que el mismo Coleridge abandonaría por otros paisajes más irreales («The Rhyme of the Ancient Mariner», «Kubla Khan»), será barrido muy pronto por vientos desbocados, biografías desmesuradas y voces escépticas. Jóvenes que en un principio eran afines a él, como Lord Byron, John Keats, Thomas Love Peacock, Leigh Hunt, Mary Godwin..., a medida que fueron edificando su propio armazón literario, forjaron «otra moral» partiendo de sus experiencias íntimas, persiguieron sensaciones fuera de la normalidad establecida, tanto social como espiritualmente, y acudieron a la mitología clásica para ejemplarizar sus comportamientos contrarios a una realidad dolorosa, injusta, de la que intentaron escapar o a la que quisieron transformar. A sabiendas, claro, de que semejante empeño los abocaba de lleno a la marginación, los convertía, de forma irremisible, en fugitivos peligrosos de la sociedad.
Uno de los representantes más controvertidos de esta última tendencia fue precisamente Percy Bysshe Shelley. Aunque tanto su figura como su poesía han sufrido el calvario de opiniones fluctuantes (el ataque más relevante surgió de la pluma del mismísimo T.S. Eliot, y la defensa más tenaz de la de Harold Bloom), hoy por hoy la crítica y los lectores reconocen en él a un poeta clave, o al menos enigmático e inusual.
Lejos del tópico casero que todavía hoy arrastramos, Shelley fue sobre todo un intelectual preocupado por los más diversos temas, un buscador perspicaz que supo fundir los supuestos imaginarios que delimitan intuición y pensamiento. Profundo conocedor del mundo clásico, actualizó las inquietudes existenciales que acosaron a predecesores tan ilustres como Esquilo, Sófocles, o Platón. De este último tomaría algunas de las ideas que serpean través de su obra, de forma especial en sus dramas líricos y en poemas tan característicos como «Adonais» «Epipsychidion» e «Hymn to the Intellectual Beauty». Gran admirador de Rousseau —con quien conversa en su última y patética composición, «The Triumph of Life»— y de William Godwin —padre espiritual de una gran padre de su ideario político—, Shelley se acercó al mundo que lo rodeaba no de una manera unívoca, cerrada, sino tratando de dilucidar, de desentrañar sus misterios con todas las armas que estaban a su alcance.
En contraposición a sus maestros líricos, su percepción de la naturaleza fue marcadamente científica, pues desde muy joven se sintió fascinado por materias tan distantes a su quehacer literario como el magnetismo, la electricidad, la química —o su variante, la alquimia—, la astronomía, la anatomía, la biología..., que por entonces cobraban cada vez más auge. No en vano pueden rastrearse en muchos de sus poemas ciertas descripciones más propias de un naturalista que de un poeta, y lo que es más, probablemente aquel deslumbramiento científico agudizó su obstinado ateísmo y su angustia ante el vacío de la muerte. El dios de Shelley, a quien intentó nombrar con diversos conceptos —Belleza, Poder, Aliento, Espíritu, Amor, Origen— no es el dios cristiano, todopoderoso, ajeno a nuestra miseria, sino una fuerza creadora–destructora que modela los seres y las cosas siguiendo unas leyes inescrutables. Un dios interior, informe e invisible que nos perfora con su aliento y que es el ímpetu motriz del universo.
Pero no solo el pneuma de la naturaleza impulsa a la vida. También el poeta se descubre él mismo hacedor, y pretende ordenar, dar sentido a este caos originario. Así, la sintaxis enrevesada que emplea SheIley es el reflejo de las energías naturales contenidas en una estructura poemática aparentemente rígida («Ode to the West Wind»). Metáforas intrincadas, símbolos abisales y términos especulativos son los artífices de una nueva génesis tendente a recrear ese mundo perfecto que imaginaba.
El mundo real, sujeto a imperfecciones y oprobios, provoca la rebelión de Shelley y su deseo de trastocarlo, de trascenderlo. Su anarquía visceral lo lleva a comprometerse con una realidad política concreta: la de los más oprimidos —ya sean ingleses, irlandeses o iberoamericanos—, la de quienes, como él, sueñan con esa libertad que posibilite otras muchas libertades (de ahí que sus textos, aunque a primera vista no nos percatemos, contengan alusiones a los graves conflictos sociales por los que atravesaba Europa). Tan solo la Revolución ambicionada asegurará el advenimiento de una sociedad justa, libre y armoniosa. Revolución que puede llevarse a cabo bien por las armas —como en el caso del levantamiento popular de la España ocupada por los franceses o de la Grecia en lucha contra los turcos—, bien por medio del conocimiento de sí mismo, bien a través del amor. O del Amor, con mayúscula, puesto que tal sentimiento va intrínsecamente unido al concepto de virtud y de solidaridad con el sufrimiento humano, obligándonos a salir de nuestro cerco limitado para identificarnos «con la bel1eza que existe en el pensamiento, la acción o la persona».
Sin embargo, fiel a su carácter neoplatónico, Shelley vivió en contradicción permanente —la contradicción es una de las claves fundamentales para comprenderlo—, debatiéndose entre el amor a su poderoso ego —o su necesidad de amor— y la experiencia real de las personas a las que afirmó amar. Y así lo reconocería incluso él mismo en más de una ocasión. Ciego y visionario a un tiempo, sabía que la imagen idealizada que no cesaba de atormentarlo, aunque era su mayor aliada, vivía solo dentro de su alma, allí, «en la sima más profunda y oscura», y que jamás podría llegar a poseerla. Defensor de la unión libre (unión que él solía identificar con la de los místicos) en contra del matrimonio, sincero partidario de la liberación femenina, Shelley ve en la Mujer a esa otra mitad suya imprescindible para realizar sus aspiraciones, para alcanzar lo eterno, por encima de «el Destino, el Tiempo, el Azar y el Devenir» continuo, como presencia palpable del Amor que es, llegando a veces a identificar ambos conceptos.
Y en verdad todo es Uno —sabia máxima filosófica—: pensamiento, poesía, cuerpo, espíritu, aliento de la naturaleza, origen, poder, libertad, amor, mujer. Lo importante es fundir todas esas voces aparentemente distintas en un solo eco atronador que nos despierte y despierte al mundo. Blake ya lo había vaticinado algunos años antes. Pero Shelley, como casi todos nosotros, necesitaba descubrirlo por sí mismo, palparlo con urgencia en su propia carne.

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